por Arnau Gonzàlez i Vilalta
Durante el pasado mes de julio, en el comedor de un departamento en la Costa Brava catalana, a tocar de Francia, veía cada día un mapa de la Unión Soviética de los años setenta del siglo pasado. Si me perdía un poco por la amplia geografía del espacio euroasiático había un punto en el que siempre acababa fijándome: el Mar de Aral. Lo miraba y sabía que ya no existe. Abría el navegador en el teléfono móvil y buscaba su ubicación actual. Ya no es mar ni es soviético. Se ha transformado en tres lagos en territorio uzbeko y kazako.
Del mismo modo que la naturaleza, la historia de las sociedades humanas evoluciona, no es una foto fija. Uno en el 2017 no se debe, de manera obligatoria, a sus antecesores. Lo que ayer era válido, hoy no lo es. Lo que veinte años atrás era minoritario, ahora es el centro del debate político y mañana quizás desaparezca de las discusiones públicas. Uno debe adaptarse a los cambios o actuar para influir en ellos.
Hace unas semanas, en un templo budista de Kyoto veía unas tallas de madera de unos simios: uno se tapaba la vista, el otro los oídos y el último la boca. No querían ver, ni escuchar ni aún hablar. A veces los conflictos políticos latentes, como el catalán dentro de la España del siglo XX y XXI, pueden soportar una larga lucha de baja intensidad. Una generación o dos pueden llegar a la conclusión que les compensa no desencadenar un escenario incierto y aceptar una realidad que, de manera moderada, satisfaga una parte de sus demandas. Todo esto, es lo que ha ocurrido desde la transición a la democracia en la España postfranquista (1975-2010). A partir de ahí, en la última década, la “cuestión” o “problema” catalán -fórmulas académicas clásicas de llamarlo-, o desafío separatista si quieren, ha mutado de manera evidente su trayectoria histórica.
Habrá gustado más o menos a una parte de la sociedad catalana, a los medios de comunicación y comunidad académica española así como a su clase política, pero insistir en que la Cataluña que encara el referéndum de autodeterminación -no pactado- del 1 de octubre es la de décadas atrás que se contentaba con la autonomía política… Es lo mismo que insistir en que el mar de Aral existe y que sus aguas pueden surcarse como antaño bajo la bandera roja de la hoz y el martillo.
La táctica del simio -o avestruz- que los poderes españoles (el Presidente del gobierno Mariano Rajoy como adalid) plantean ante tal problema es, intelectualmente, tan pobre y desalentadora que uno no sabe hacia dónde mirar. Aceptar la realidad es una de las fases del duelo. El problema está ahí.
Desconozco lo que sucederá el primero de octubre. Si el Gobierno catalán conseguirá realizar un referéndum y, si es así, qué efectos tendrá, pero lo que es indudable es que algo hay que hacer. Si uno constata, sin partidismos, fobias y filias, que la identidad catalana existe -con su compleja realidad lingüística, cultural, etc.-; que hay una mayoría política en el Parlamento autónomo favorable a la independencia; si uno acepta que en un marco democrático por encima de todo debe prevalecer el escuchar a la ciudadanía, pues solo le queda pedir el voto en un sentido o en el contrario en un plebiscito de autodeterminación.
Ciertamente, España también existe, así como su identidad, y los catalanes -algunos a disgusto- forman parte de ella. Pero ni la historia compartida, ni los marcos constitucionales, ni un nacionalismo que se niega a sí mismo como el español, son argumentos válidos para prohibir a nadie que elija en que sistema estatal quiere vivir. Por desgracia, la práctica totalidad de los estados existentes a día de hoy, no han sido constituidos por expresa y manifiesta voluntad de sus habitantes. Han sido reducidos grupos de hombres, en momentos de crisis varias y con oportunismo inteligente, los que han propiciado las secesiones en cuestión. Años, décadas y siglos han tardado algunos en construir un sentimiento de pertenecía nacional en un “laboratorio”. Eso, que no es criticable, es lo contrario que se propone en Cataluña. Ahí, como en Québec, Escocia o Montenegro, existe una porción importantísima de la sociedad que quiere dejar de ser española -por motivos varios, debatibles, válidos o demagógicos como lo serían los argumentos contrarios-. Negársele la posibilidad de decidir hacia dónde va esa sociedad, sería hacer como el mono de Kyoto. Negar la capacidad humana de debatir sin llegar a las manos, es absurdo. Pretender que las sociedades modernas no son capaces de tomar decisiones racionales después del Brexit, Trump o el referéndum de paz en Colombia es tanto como negar la necesidad de la democracia. Que prevalezca la inteligencia como sinónimo de debate abierto. Los cambios pueden no gustar a unos u otros pero la fosilización autoritaria e inmovilista aún son menos atractivos.
(*): Profesor de la la Universitat Autònoma de Barcelona.